Autoedición

Tus cantos son un eterno paño viejo, unas amables bestias –lo sabes, Pérez- Los editores no ven en ti el talento del que presumes cuando te emborrachas.

A lo sumo te han publicado en revistas universitarias, en malas antologías, pequeños poemas de ridículo valor literario.

Estás desorientado, despoblado, como una ochentona malhumorada y atea.

Entregado a la autoedición subes y bajas las escaleras de los edificios públicos —tu diminuto imperio inútil, tu frágil victoria—.

Siempre terminas en el punto de partida, con pérdida de asombro, fastidiado te sientas en las plazas a evaluar el misterioso culo de mujeres flacas y rubias.

Tus malos poemas son los más divulgados entre tus amigos, obreros, vigilantes ellos admiran tu indiscreto trabajo de escritor.

Entonces vuelves a tu monótono ejercicio, amargo, petulante descubres el ojo de la babosa que regresa de madrugada al lavamanos, le sobas el lomo.

Siempre hubo mejores generaciones que la tuya —te dices— mayores aciertos.

En el transitorio mundo de poeta de tono menor te lamentas, como niño abatido, del lenguaje, de la anáfora, de la vaguedad del adjetivo, del acento, del verbo sin editor, sin futuro profesional en las letras, sin paz, ni plata para pagar la luz.