Relatos Chilenos

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No le debo nada a Bolaño

No le debo nada a Bolaño

«Le debemos un hígado a Bolaño», Nicanor Parra.

Pensé que me estaba hueveando cuando me dijo que tenía la dirección de Bolaño. Estábamos en una fiesta en la azotea de un edificio del centro, celebrando su vuelta después de una temporada en Barcelona, dedicada al ocio y al comercio artístico. El gordo paseaba incansable por la fiesta saludando a los asistentes, asegurándose de que todos estuvieran bien atendidos y recibieran cada tanto una broma o comentario de su parte. Una ración de anfitrión.

Yo estaba apoyado en la baranda, mirando la noche blanca y violeta, las vías de la Carretera Norte- Sur a ambos lados de las líneas del metro que, desde  la altura, parecían una enorme cicatriz de cemento y metal. Se acercó a mí con paso errático, me miró a los ojos, me puso la mano en el hombro y dijo que tenía la dirección de Bolaño. Que si quería podía dármela.

«Me estás hueveando», le contesté con una sonrisa estúpida, pensando que era el copete el que empezaba a hablar por el gordo Manríquez. «Es verdad, incluso la comprobé», me dijo seriamente.

«¿Cómo lo hiciste?», le pregunté incrédulo. «Muy simple. Fui hasta la dirección, toqué el timbre y me abrió la puerta», dijo, y se mantuvo en silencio llevándose el vaso a la boca, por lo que supuse que me tocaba hablar.

«¿Y después qué?», pregunté por incomodidad más que por curiosidad. «Nada, le dije que me había equivocado de dirección y me fui. En realidad era la curiosidad de saber si realmente vivía ahí. Ya conoces mi teoría. Me interesa la obra no el que está atrás», dijo el gordo sonriendo, con los dientes teñidos de vino tinto.

Así fue como la dirección de Bolaño llegó a mis manos y, aunque en un primer momento la idea de escribirle o mandarle alguno de mis cuentos pasó por mi cabeza, luego me olvidé por completo del asunto y del papel en que tenía garabateado su número, en algún bolsillo de mi billetera.

Los meses que siguieron a esa noche fueron decisivos en mi vida. Durante años había tratado que mis libros fueran publicados o que un cuento tuviera suerte en algún concurso literario que me rescatara del anonimato. Convertirme al fin en escritor y tener la posibilidad de entrar en las grandes ligas de la literatura. Mientras, paralelamente, continuaba con mi carrera de vendedor de seguros de puerta en puerta. Pero mis libros eran rechazados sistemáticamente por las editoriales y los cuentos rebotaban de concurso en concurso con más pena que gloria.

Antes de cumplir treinta años, atribuía mi falta de éxito a la maldición de haber nacido en un país provinciano, que no estaba preparado para lo que escribía, pero que, tarde o temprano, se vería obligado a darme reconocimiento por la obra que levantaba en silencio en la oscuridad.

Ya en la treintena la situación no había cambiado en nada, por lo que llegué a la conclusión de que mi falta de éxito se debía a vivir en un país donde los editores y los jurados buscaban la perfección técnica y privilegiaban los adornos estructurales a la historia que se estaba contando.

Años y años de leer mal a los rusos y norteamericanos habían incrustado en sus cerebros (como tumores malignos) sus teorías de que menos es más, la punta del iceberg, las muñecas rusas y tantas otras.

Sin duda me había tocado vivir la muerte del fondo por la forma y estaba pagando en carne propia los costos, pensaba emocionado, negándome a entender la escritura como el arte de la telegrafía.

Cuando pasé la barrera de los cuarenta, me di cuenta de que había llegado la hora de asumir la realidad: había fracasado como escritor. Ese día, mientras tomaba una botella de vino y jugaba con el gato, revisé una tras otra las pruebas que confirmaban mi fracaso, como quien observa con frialdad los cadáveres que componen un asesinato múltiple y, sin dramatismo, decidí despedirme de la literatura como había llegado a ella: anónimo.

Cuando terminaba la botella de vino volvió a mi cabeza la noche de la fiesta y, con ella, el papel garabateado en tinta verde que debía estar en algún lugar. En ese momento decidí escribirle a Bolaño y contarle mi decisión. No sé bien con qué fin, pero el vino me daba la sensación de estar llevando a cabo    un acto heroico, una renuncia que ameritaba ser compartida con alguien.

Así que me senté a la mesa y escribí una carta de tres páginas en la que contaba a Bolaño quién era, cómo había entrado en la literatura y cómo me aprestaba a salir para siempre de ella. Luego le decía cómo la lectura de sus libros había suspendido durante años la sentencia que estaba llevando a cabo.

Yo pensaba que sería capaz de escribir algo que significara tanto para otros como sus libros significaban para mí. Antes de terminar la carta, escribí que si no tenía ganas no era necesario contestar, que pensara que, a fin de cuentas, sólo era el único invitado al entierro de mi escritura.

Al terminar de escribir caminé hasta el buzón, poseído por una fuerte sensación de excitación y liviandad. Eché la carta, compré una nueva botella de vino y volví a casa.

El día que llegó la respuesta tomaba desayuno y buscaba trabajo en los avisos económicos del diario. Tenía la idea de que un hombre que tenía la valentía de renunciar a sus sueños merecía algo mejor que vender seguros. Aunque sé que, para muchos, ese era el trabajo perfecto para alguien que ha renunciado a sus sueños. El cartero me entregó la carta, miró con desgano hacia el interior de la casa,  me hizo firmar un papel y se fue.

Con entusiasmo la leí y releí, agradecido por cada una de las palabras que Bolaño me brindaba. Comenzaba la carta diciéndome que el acto que estaba llevando a cabo le parecía ejecutado por uno de sus personajes. Como si uno de ellos se hubiera desprendido del papel, materializándose en su país natal, en ese escritor que abandona de golpe la literatura, convencido de su absoluto fracaso.

Era gracioso ya que, a pesar de ser consciente de que Bolaño me estaba diciendo que era un fracasado insigne, no podía dejar de sentirme orgulloso por el énfasis que ponía en sus palabras y, sobre todo, por haber sido comparado con uno de sus personajes. Como si el parecerme a ellos validara mi situación y   le diera un oscuro sentido a mi existencia.

A continuación me decía que le diera un par de vueltas a la decisión, que intentara dar un par de coletazos más, antes de quedarme tieso en el suelo (lo decía con esas palabras) y que, en un último acto kamikaze, mandara cuentos a concursos internacionales, donde los jurados solían no estar tan contaminados por lo que debía ser la literatura.

Me explicaba que, durante mucho tiempo, él había sobrevivido mandando cuentos a estos concursos, que fueron esos mismos los que lo sacaron del anonimato, ese limbo en el que vive el escritor mientras espera que las puertas del paraíso decidan abrirse.

Con la imagen de aquellos últimos coletazos de los que me hablaba Bolaño (yo quería pensar en un gran tiburón blanco o en uno de aquellos monstruos marinos que describía Lovecraft, pero sólo venía a  mi cabeza la imagen de una trucha, más bien pequeña, sacudiéndose en espasmos fuera del agua, para quedarse finalmente quieta y con los ojos muertos) adherida al pensamiento, le di un par de vueltas a la idea y no me pareció del todo descabellada.

Luego me pedía que le enviara algo de lo que había escrito para que me diera su opinión. Antes de despedirse,  me decía que tuviera en cuenta que todos los escritores habían estado solos y desesperados, dudando de si lo que escribían valía algo. Por esos días yo ya sabía de la enfermedad de Bolaño y no pude más que agradecer el tiempo que se tomaba para contestarme.

En la siguiente carta le envié dos de mis cuentos, el primero de ellos «Lágrimas negras en el rosal», que trataba sobre el amor entre una gitana y un guardia civil durante la dictadura franquista en España. El segundo era «Otro atardecer» y narraba la muerte de un grupo de jóvenes a manos de una secta satánica en un pueblo perdido del sur de Estados Unidos.

La respuesta llegó con una rapidez increíble, como si en el momento en que la carta hubiera llegado hasta el buzón de Bolaño, éste la hubiera tomado, leído, seguido con los cuentos, escrito las cuatro cuartillas que más tarde llegarían a mis manos y salido inmediatamente a enviarla por correo.

En la carta Bolaño me decía que era extraño, que en algún período de su vida, cuando aún era joven, había mantenido correspondencia con un escritor argentino mayor que vivía en Madrid y que murió poco tiempo después, cuando volvió a su país, con la esperanza de dar con el paradero de un hijo asesinado por los militares.

Todo eso, evidentemente, yo lo sabía a partir de la lectura del cuento «Sensini», de su libro Llamadas Telefónicas. Acto seguido, decía que mi carta le había traído recuerdos de esos tiempos y que todo le llevaba a tener la sensación de estar viviendo la misma historia conmigo, sólo que ahora él ocupaba el lugar del escritor mayor.

Me contaba que en su momento el escritor le dio consejos sobre cómo ganar concursos literarios (tal como Roberto comenzaría a hacer conmigo) y luego bromeaba escribiendo que ojalá a él la muerte no lo esperara tan pronto como al escritor argentino. Que al menos le diera la posibilidad de terminar unos cuantos libros más.

A continuación me daba una serie de consejos prácticos para ganar concursos literarios. Me decía que había tres consejos claves a la hora de escribir un cuento que fuera digno de ser enviado a un concurso.

El primero era sobre los personajes y sus nombres. Sobre todo había que pensar en que la mayoría de las veces el jurado no leía más que la primera página del cuento y, dependiendo de ella, los relatos pasaban o no a la siguiente etapa de selección.

Por ejemplo, si los dos personajes que tenía eran chilenos, me decía, en vez de llamarlos González y Tapia, o si eran mexicanos, en vez de llamarlos Suárez y Campos, debía nombrarlos A y B, nombres que llamaran la atención del lector inmediatamente, que tuvieran un efecto imán sobre él.

En este punto se daban dos variables y las dos eran igualmente buenas: el que el nombre fuera una letra le otorgaba autoridad al personaje, autoridad que jamás podría alcanzarse con un Gómez o un Cruz, un Olea o un García. La segunda era que, al ser el nombre una letra, inconscientemente en los ojos y la mente del lector, aparecería la imagen de Joseph K y el cuento tendría un punto a favor.

Continuaba diciéndome que si era más audaz podía llamarlos X e Y, «X e Y se conocieron en un bar», como si los nombres fueran dos incógnitas que el lector debía descubrir, para dar con el resultado final de la ecuación que el cuento planteaba.

El segundo consejo era que siempre (esto lo recalcaba, escribiendo tres veces seguidas la palabra siempre) el protagonista debía ser un escritor fracasado o megalómano o paranoico o alcohólico.

La idea era hacer un guiño a la patología particular que sufría cada uno de los escritores del jurado. Me decía que ese punto podría ser llamado el de la identificación. Necesitaba que el jurado se identificara con lo que escribía, que se sintieran reflejados en alguna de las problemáticas de mis personajes y la serie de medidas desesperadas que éstos tomaban para solucionarlas.

El tercer y último consejo era que siempre citara a otros escritores. Me decía que jamás citara a escritores medios. O citaba escritores conocidos o los inventaba. Tenía dos opciones y las dos eran igualmente válidas, ya que la segunda le daba cierto aire borgiano al relato. En sus palabras, un cuento que tocara la metaliteratura siempre tendría más oportunidades que uno que hablara de cosas que pasaban fuera de los libros.

Antes de terminar la carta, Bolaño me decía que tuviera presente que nos movíamos en el mundo de las apariencias, que éramos constructores de grandes mentiras y nuestro trabajo era volverlas creíbles.

Al terminar de leer la carta me quedé un instante en blanco, sin saber si los consejos eran parte de una broma o reales, y a continuación me puse a escribir  un relato siguiendo minuciosamente los consejos que me había dado Bolaño. Era hermoso volver a escribir, de vuelta a un terreno conocido pero sin nada que perder, como si una vez asumido mi fracaso estuviera listo para hacer lo que quisiera, por primera vez era libre.

Escribí ese cuento y tres o cuatro más y se los mandé esperando su respuesta. Pero la única respuesta que obtuve fue un escueto «Los jueces decidirán» y, un poco más abajo, escrita en el papel, una breve lista con los cuentos y cada uno con una flecha que apuntaba al nombre de un concurso.

Leí diez veces las pocas líneas que componían la carta y el primer efecto de tristeza que produjo en mí el ver lo corta que era, fue cediendo a una sensación de agradecimiento y ternura.

Las palabras que Bolaño no escribía en la carta, esas ausencias, me decían más de que lo que podrían haberme dicho tres o cuatro páginas más. Esa renuncia a darme una opinión sincera sobre mis cuentos fue algo que, con el paso de los días, entendí. Lo no escrito, lo no dicho, eran la mano del hombre enfermo que acariciaba mis cabellos y se negaba a juzgarme, a pesar de saber que era un caso perdido.

Durante un tiempo no volví a escribirle, me dediqué en cuerpo y mente a aprovechar mi renovada inspiración en una carrera ciega por alcanzar las fechas de entrega a los concursos. Por las noches, antes de caer dormido, dejaba volar mis pensamientos, imaginando qué pasaría si uno de esos cuentos que había mandado a luchar con las hienas (como me decía él en una de sus cartas) terminaba por dar resultado y me dormía abrazado a la posibilidad, sintiendo el sabor dulce de la victoria bajar por mi garganta.

Poco después de saber que había obtenido el tercer lugar en un concurso del ayuntamiento de Badajoz, volví a tener noticias de Bolaño. En la carta me felicitaba por el logro y también me hablaba del curso de su enfermedad. Me decía (con palabras que aún estando escritas las escuché en voz baja y tono grave) que las cosas estaban complicándose.

Al parecer todo apuntaba a que iba a necesitar un trasplante de hígado y que no iba a ser fácil encontrar un donante.

Era una carta lúgubre, bañada de una fuerte carga de rabia y tristeza. En ella me contaba el encuentro que había tenido con una doctora japonesa que le había dicho que, de realizarse el trasplante, las posibilidades de que su cuerpo aceptara el nuevo hígado eran de un cincuenta por ciento. Las esperanzas se iban estrechando cada vez más.

Mientras leía la carta, vi a Bolaño encogido sobre un escritorio con un cigarrillo colgándole de  la boca, dedicándome unos minutos del tiempo que le quedaba, y se me encogió el corazón.

Con los ojos cerrados pensé en ese hígado que se iba desintegrando, vi capas negras caer desde él como caen las hojas de los árboles y,  antes de sumirme en un sueño intranquilo sentado a la mesa, comprendí que Bolaño también necesitaba un confesor, un oído desconocido al que susurrarle sus desgracias.

Al despertar me vi preso de un arrebato de rabia y comencé a pasearme enloquecido por la casa, mientras las preguntas ametrallaban mi cabeza.

¿Quién era yo para estar robándole el tiempo que le quedaba a Bolaño? ¿Quién mierda era yo para llenar su cabeza con mis sueños rotos, cuando la lista de donantes no corría y el tiempo se acababa?

A medida que la rabia fue bajando y la noche cayó sobre la ciudad, una idea comenzó a rondar mi cabeza y, a eso de las tres de la mañana, ya era una realidad. Un plan fríamente pensado que desde la mañana siguiente pondría en marcha.

En los días que vinieron me dediqué a vender todo lo podía

vender (digo todo, porque fue todo, desde cuadros, muebles,

lámparas, hasta una vieja colección de estampillas heredada

de mi padre) para comprar el pasaje a Barcelona. Una

semana después estaba tomando el avión con una pequeña

mochila al hombro y un cuaderno con la dirección de

Roberto. Al llegar a Barcelona me alojé en una pensión del

barrio del Carmel, donde compartía habitación con siete

personas más. Durante las noches me quedaba quieto en la

cama, con los ojos clavados en el techo, oliendo y escuchando

el incesante movimiento que había bajo las sábanas, mientras

pensaba cómo llevar

a cabo mi acto.

Al contrario de lo que puede pensarse, el haber obtenido ese tercer puesto en el concurso de Badajoz me hizo más consciente de mi fracaso como escritor.

Sabía que ese golpe de suerte era el coletazo desesperado del pez cuando ya se encuentra en las redes, la última chispa que brota de los leños antes de que el fuego se extinga. Pero yo no iba a quedarme quieto mirando con los ojos muertos hacia el cielo.

Tal como era capaz de reconocer que mi carrera literaria había llegado a su fin, también era capaz de ver el hilo invisible que el destino me tendía, el mismo que meses atrás había puesto en mis manos la dirección de Bolaño y que ahora me brindaba la oportunidad de hacer mi gran aporte a la literatura, de entrar en las grandes ligas por la puerta principal.

Conseguir el arma fue más difícil de lo que esperaba. Cuando caía la noche abandonaba la pensión y me dejaba caer por los bares de la ciudad, esperando que alguno de los hombres que me ofrecían hachís y otras drogas, me pudiera suministrar el revolver para ejecutar el gran acto.

Pero apenas nombraba la palabra pistola, las miradas de desconfianza se clavaban en mí y en algunos casos me echaron a la fuerza. Por lo que, al final, opté por desechar la idea del arma y pensar en un instrumento menos romántico, pero igualmente efectivo para llevar mis planes a puerto.

Cuando me decidí a ir hasta la casa de Bolaño y plantearle la idea sin rodeos, ya era tarde. Fui informado por una mujer de mediana edad de que Roberto estaba internado en el hospital.

Esa noche tomé un taxi y partí rumbo al hospital Vall d’Hebrón. Al bajar y detenerme un instante frente a ese gigantesco bloque de cemento, ladrillo y fierro, tuve la impresión de que me hallaba frente a un descomunal nicho. Disfrazado por la moderna arquitectura europea, pero un nicho al fin y al cabo.

Miré hacia arriba preguntándome en cuál de esas cientos de piezas, de esos rectángulos encendidos o apagados, estaba Bolaño. Cerré los ojos y pude ver  en el telón negro de mis párpados su figura pálida acostada sobre la cama, conectado a las máquinas por los antebrazos.

Un escalofrío recorrió mi columna mientras traspasaba la entrada del complejo hospitalario.

Luego de estar absolutamente seguro de en qué pieza se encontraba, de recorrer esos asépticos pasillos que olían a detergente y enfermedad, hasta grabarlos en mi memoria, me encaminé hasta el baño más cercano.

Una vez allí escribí la nota con mano temblorosa, me quité la camisa, la doblé cuidadosamente sobre la tapa del excusado, amarré la soga al largo fierro que cruzaba el techo, la puse en torno a mi cuello y me dejé caer. Mientras colgaba suspendido en el aire, mis pies patalearon unas cuantas veces intentando alcanzar suelo y todo fue oscuridad.

Desde esa oscuridad escribo estas líneas, sin saber si llegarán a alguien. Sólo sé que mi plan falló, que la nota que decía que el hígado que tenían frente a ellos debía ser donado a Roberto Bolaño Ávalos nunca fue hallada.

Hoy es otra persona la que camina y procesa los alimentos gracias a mí. Las voces de mis queridos amigos me han contado (aunque no lo crean aún me visitan al lugar donde me encuentro) que Nicanor Parra dijo poco tiempo después de nuestra muerte.

«Le debemos un hígado a Bolaño». Él se lo deberá. Yo no le debo nada a Bolaño: hice todo lo posible para que siguiera con vida y así hacer mi gran aporte a la literatura chilena.

 

 

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