Relatos Chilenos

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El horror que esconde la inocencia

El horror que esconde la inocencia

 

 

Valparaíso le parecía una locura. Una vez leyó o escuchó que en la antigüedad se asociaba la demencia con la cercanía del mar. Creencia sin fundamentos, lo sabía, pero siempre tuvo la idea de que algo de verdad había tras esa suposición. La oscuridad del océano acercaba a la gente a sus propias tinieblas, su vaivén a las divergencias y su infinitud a los anhelos insatisfechos. 

Quizá por eso, en medio de tanto callejón en ruinas, casas que parecen suspendidas en el aire y ascensores averiados, la esperanza de poder encontrarlo se le esfumó a pocos minutos de haberla sentido. O quizá nunca la tuvo. No sabía cómo empezar. Tampoco sabía por qué iba a asumir la tarea (que parecía imposible) de encontrar al artista-niño del que con tanta vehemencia le había escrito su amigo antes de morir. 

No había visto a Jorge desde hacía varios años, después de que sus vidas tomaron rumbos diferentes. Él decidió continuar sus estudios de Periodismo en Santiago, mientras que Jorge se quedó en la Universidad de Playa Ancha para finalizar Pedagogía en Arte. 

La noticia de su accidente sacudió la rutina familiar y profesional que lo tenía sumido en varios niveles de apatía. Se enteró por redes sociales de que Jorge se encontraba en estado crítico en el hospital, debido a una abrupta caída por una de las tantas escaleras empinadas que abundan en Valparaíso. 

Al principio, no se atrevió a hablarle a la familia. Ciertamente, con Jorge habían logrado un fuerte vínculo, condicionado por el acuerdo de compartir la misma habitación de estudiantes en una pensión de Quebrada Verde.

Poco a poco, la convivencia cristalizó en una grata relación de dos mentes parecidas, ambos venían de familias de clase media baja, a los dos le gustaba la lectura y disfrutaban en común unas relajantes cervezas. Además, existía una admiración mutua. Jorge apreciaba la pasión de su amigo por la literatura y Roberto pensaba que los cuadros que pintaba su compañero de cuarto no tenían nada que envidiar a los de pintores famosos.

Por lo mismo, por la intensidad de los años compartidos, Roberto se sentía culpable de no haber tomado nunca la iniciativa de un reencuentro. El hecho de que ahora su amigo estuviese grave no le parecía suficiente. Odiaba los funerales y ese poder que tienen las tragedias para unir a gente que en tiempos normales se despreciarían.

Para él, no existía nada más hipócrita y falso que un velorio. Sin embargo, quería hacerlo, quería tener algún tipo de acercamiento, realizar un gesto que diera a entender a la familia de su amigo, o a su amigo mismo, dependiendo de las posibilidades, que él estaba ahí presente.

Un mensaje en Facebook no le dejó mucho tiempo para dudar. 

Hola Roberto, soy Karen, la hermana de Jorge. No sé si supiste, un accidente grave lo tuvo muchos días en coma. Despertó hace poco, pero las proyecciones de que se recupere son nulas. Ahora quiere verte, lo único que hace es pedir que lo vayas a ver, que tiene algo que decirte, algo importante. Nos gustaría que vinieras, sé que es complejo, por favor, haz lo posible. Está en el Hospital Carlos van Buren, te dejo mi número por cualquier cosa. Saludos.

Cuando le contó del viaje a su esposa, ella lo miró como si estuviera hablando cosas sin sentido. “Tu amigo debe estar alucinando”, dijo. A veces pensaba dónde había quedado la mujer sensible con la que se había casado. ¿Qué importaba si Jorge estaba delirando, si lo que le tenía que decir era un montón de basura o el secreto de su existencia? No quiso entrar en una discusión. Preparó una maleta pequeña, gestionó su estadía en un hostal cercano al terminal y compró los pasajes para el día siguiente. 

La Ruta 68 le era familiar, más que familiar. Pensó, medio en serio medio en broma, que él se daría cuenta si cortaran un árbol en aquella ruta. La había recorrido tantas veces por motivos personales y académicos que le parecía la prolongación de un espacio propio. Sin creer en el destino, intuía que estaba destinado a transitarla una y otra vez. 

Durante el viaje tuvo un sueño extraño. Soñó que estaba en el cerro donde se hallaba el colegio de su infancia. Caminaba de noche, sintiéndose ajeno, incómodo al visitar calles que parecía no conocer. A lo lejos divisó multitudes de personas que corrían afanadas cerro arriba, motivadas por ver un espectáculo que se desarrollaba en ese momento.

Tras un segundo, estaba de pie frente a un hombre crucificado que congregaba la vista curiosa de la muchedumbre. Arriba se extendía un cielo negro sin luz ni estrellas, pero logró ver la cara del crucificado: era Jorge. Intentó gritarle, salvarlo o decirle que estaba con él. Su esfuerzo fue en vano, ni siquiera consiguió que lo mirara, ni aun cuando lloró y gritó al ver la indiferencia de su amigo.

Despertó agitado justo cuando el bus llegaba a la avenida Argentina. Observando Valparaíso se dio cuenta de que el tiempo está sobrevalorado, no tiene la facultad de cambiar las cosas que tanto le adjudican. Era la misma ciudad que había dejado diez años atrás: grupos de punkis en las esquinas, basura en el suelo, niños pidiendo monedas junto a sus padres borrachos. Una pobreza que no se muestra en las postales de la ciudad, sino que se esconde a cambio del dinero que deja el turismo.  

Luego de dejar sus cosas en el hostal -una pieza con suficiente espacio para la poca ropa y algunos libros que traía- llamó a Karen para saber cuál era el horario de las visitas hospitalarias.

—Roberto, disculpa, no tuvimos tiempo de avisarte. Jorge murió esta noche. No se pudo hacer nada. 

Apenas escuchó la noticia, la imagen de Jorge crucificado volvió a pasar por su mente. 

—Lo siento, Karen. Discúlpame a mí que no pude venir antes.

—Tranquilo. Tengo algo que contarte. Jorge te dejó una carta que escribió antes de morir. No sé si te interesa, pero podríamos juntarnos para entregártela. 

Roberto sintió que estaba bajo una presión que no merecía. 

—Sí, por supuesto —no se atrevió a decirle que no.  —Dime dónde y la hora.

Volvió a mirar la carta. La caligrafía era nerviosa, propia de alguien desesperado. La letra “o” era más grande de lo normal y sobresalía por sobre sus pares. La “i” no tenía puntos y la “e” se encontraba escrita al revés. La sintaxis de las oraciones fue lo segundo que más le llamó la atención: estaban en un orden gramatical extraño, en hipérbaton, similar al lenguaje del maestro Yoda.

Sería un buen ejercicio dejar que las personas que agonizan escriban, reflexionó. Un nuevo género literario, el más sincero, el más humano, porque, ¿qué más humano que lo que expresa un hombre o mujer antes de su muerte?

¿Y el mensaje? ¿Qué quería decir con que debía buscar al niño-artista? Más bien, ¿“al artista-niño debes buscar”? “En la Plaza Waddington lo he visto, con sus cuadros, siempre llorando y pintando. Buscarlo debes, prométeme que lo irás a buscar, pero ten cuidado, ten cuidado de lo que hace, de lo que pin…”

No era más que eso. Un final interrumpido. Karen le explicó en el bar donde se juntaron que su hermano no alcanzó a terminarla debido al colapso que le quitó la vida. También le señaló que considerara que Jorge estaba bajo potentes sedantes y que, tal vez, la carta no tenía ninguna coherencia. Quedaba a su criterio. 

Y su criterio le decía que, si ya estaba en Valpo, una vuelta por la Plaza Waddington para ver de qué se trataba todo, y de paso visitar lugares de su juventud, valía la pena. Pero al día siguiente… Por hoy, había sido suficiente.  

Valparaíso se despierta nublado casi todos los amaneceres. El color gris del cielo contrasta con las fachadas coloridas de las casas y el espíritu festivo de sus habitantes. Una actitud loable si se considera que la personalidad de los porteños ha sido tallada durante siglos por tempestades, terremotos, incendios, crímenes e inundaciones. 

Roberto tomó su desayuno con tranquilidad. El servicio del hostal lo incluía: huevos a la paila, pan marraqueta o batido y té o café a elección. La señora que administraba la casona, un hogar lleno de antigüedades y de una estructura que crujía al menor movimiento, le preguntó cuánto tiempo pensaba quedarse. A Roberto le pareció un poco hostil. “Creo que extenderé mi estadía por una semana” —contestó. “Le pago apenas salga”. 

Llamó a su esposa para contarle lo ocurrido. No recibió respuesta. Era una pena. Cada día que pasaba se sentía más lejos de ella y más ajeno.

Él tenía la culpa, la había conocido en su época de universitario, ella se enamoró de su escritura y de su promesa de convertirse en un escritor famoso. No lo logró, terminó escribiendo anuncios publicitarios.

A veces pensaba que nunca conseguiría que ella estuviera igual de guapa que como cuando se la presentaron en Las Torpederas, una noche llena de marihuana, vino en botellón, vómitos y peleas callejeras. Se propuso que cuando volviera, haría lo posible para recuperarla. 

La brisa marina lo sorprendió desprevenido. Se congestionó y una tos incipiente presagiaba un malestar físico generalizado. No recordaba tal impacto del puerto en su juventud. Sonrió. Es graciosa nuestra capacidad de adaptarnos y desadaptarnos tanto a lugares como a personas, como si la vida no durara 70 años o menos, como si fuéramos eternos y con la oportunidad de ser residentes de cualquier pueblo o amantes de cualquier persona.

Puso la canción No soy un extraño de Charly García en Spotify, se colocó sus audífonos y salió a la calle rumbo a Playa Ancha.  

Hasta que tomó la micro no había pensado en el artista-niño. En realidad, lo que quería era que fuese real, que su amigo se hubiese acordado de él en plena lucidez, consciente de que solo él estaba preparado para ayudarlo. 

Llegó a la Plaza Waddington a eso de las 11 AM., después de un recorrido lleno de curvas y una rapidez amenazante. Lo agradeció. El impulso del conductor por apretar el acelerador no le permitió analizar lo que estaba haciendo. 

No había nada fuera de lo normal en la plaza. Más cafés, grafitis y uno que otro estudiante fumando. La vista hacia el mar era majestuosa, un día hermoso sin duda. Se sentó en un banco, encendió un cigarrillo. Al alzar la mirada, alcanzó a ver un bulto en la acera. Se paró y caminó hasta él para ver de qué se trataba. Era un perro muerto. Tenía una herida cortopunzante en el torso y un hilo de sangre corría de su boca hasta perderse por el hueco de una alcantarilla.

Nadie parecía inmutarse ante el cadáver. Todos, adultos y niños, caminaban rodeándolo como si no fuera más que un peluche roto tirado en la calle. Roberto entró a un local y compró una bolsa negra de basura.

Tomó al animal por sus patas rígidas y lo echó con cuidado, casi con respeto. Se dio cuenta de que le faltaba una pata y un gran tumor colgaba de su cuello. Recordó la impresión de ver a los perros de la ciudad cuando estuvo entre sus callejones, la mayoría con algún tipo de malformación. “Los perros mutantes de Playa Ancha” —bromeaba con sus amigos. Incluso escribió una columna llena de humor negro que le publicaron en La Estrella de Valparaíso.

En la columna planteaba algunas teorías del fenómeno: 1. La potencia del olor a orina del puerto derivó en diferentes alteraciones genéticas de los animales. 2. El alcalde, borracho, descuidó un experimento para mermar la población de perros vagos. 3. Un ataque silencioso por parte de las autoridades de Viña del Mar para denostar aun más la geografía de la ciudad vecina. 

Nunca se imaginó en aquella época que estaría interactuando a plena luz del día con uno de esos monstruosos animales. Tomó el cuerpo envuelto en la bolsa y se lo colocó en el hombro. La gente lo miraba como se mira a los locos: una mezcla de miedo, apatía y vergüenza.

Roberto recordó que unas cuadras abajo había una quebrada, mientras percibía el peso inerte en la espalda, se le ocurrió que era un buen lugar para dejar los restos del perro apuñalado. Bajó por la quebrada a duras penas, hacía un calor intenso, de esos que parecen convertir todo en espejismo.

Descendió lo más que pudo, a pesar de que las ortigas, los vidrios esparcidos, los neumáticos pinchados y la madera con clavos le estaban lastimando su tobillo descubierto. Roberto se preguntaba qué cosa le había hecho más daño a Valparaíso, si las quebradas y sus incendios o sus gobernantes con su despilfarro de recursos. 

Ya estaba bien abajo, dedujo que eran varios metros abajo porque no podía ver muy bien la superficie; entonces un llanto lo asustó y estuvo a punto de caerse con el perro al hombro. Al principio, imaginó a un gato y sus sonidos de apareamiento, descartó esa idea porque el llanto era sostenido, con ahogos repentinos. Un llanto humano. Dejó al animal en el suelo y quiso irse lo más rápido posible. Lo detuvo una cara infantil que se asomó desde una especie de cueva artificialmente fabricada.

Roberto pensó en Jorge, pensó en el artista-niño, pensó que su amigo lo había descrito como “siempre llorando y pintando”. También pensó que era una locura, que esas casualidades no ocurrían, que quizá lo poco que había estado cerca del mar fue suficiente para alejar de él cualquier grado de sensatez. El rostro del niño estaba cubierto de suciedad, pequeños surcos de lágrimas mezcladas con tierra. Todo en el pequeño expresaba abandono y miseria, vestía algo parecido a una túnica que le quedaba grande, estaba descalzo y su contextura era propia de alguien que no había comido en días o semanas.

Los dos sostuvieron la mirada por un tiempo, que a Roberto le pareció excesivamente largo aunque fueron solo segundos. Después, la escena sucede de la siguiente forma: Roberto se acerca tímido intentando que el niño no se asuste. El niño no se asusta, aunque tal vez ya está asustado, vive asustado, por eso el llanto que no se detiene.

Roberto le pregunta dónde están sus padres, qué hace ahí a la intemperie, si tiene a quién llamar o acudir. El niño balbucea sonidos ininteligibles, quejidos, ninguna frase coherente. Roberto saca su celular para llamar a carabineros. El niño se lanza contra él, tomando sus manos con fuerza, mordiéndolo, arañándolo. Roberto deja caer su celular e intenta zafarse del niño sin hacerle daño. 

Cuando por fin pudo, notó que en el suelo de la cueva por donde salió el pequeño había diferentes bocetos de dibujos y pinturas desparramadas. Todas exhibían rojos de distintas tonalidades: brillantes, oscuros y opacos. A su lado, plumas de caña de bambú en forma de pincel completaban lo que parecía un laboratorio artístico, de los suburbios, subterráneo… Pero no era lo único, sin saber lo que estaba a punto de descubrir, Roberto caminó hacia los dibujos. Un intenso olor a putrefacción lo golpeó.

En el fondo de esa guarida, una pila de perros muertos y en descomposición, mostraban heridas de cuchilla en su cuerpo, al igual que el perro que encontró y lo llevó a descubrir esa aberración, ese infierno suburbano. Vomitó. El niño lo miraba con la cara perdida, cansado por el forcejeo. A Roberto le temblaban los pies. Tomó unos de los dibujos y lo que contempló terminó convenciéndolo de que lo único necesario en ese momento, era sentarse.

Los dibujos poseían trazos excepcionales, de extraordinaria habilidad técnica, barrocos, visceralmente bellos e hipnóticos. Eran paisajes de pesadillas, parecían salir de un aterrador subconsciente. En uno de ellos, una mano esquelética intentaba acariciar el rostro de una niña; en otro, la misma niña, acostada en una mesa, era acechada por cuervos hambrientos.

Y así se sucedían las obras, una tras otra: niños acuchillando a un fantasma cubierto de rosas, un pianista de espalda con su cabeza en llamas, un hombre manejado con hilos por una marioneta, una madre dándole pecho a una serpiente…Y el rojo, el único color que llenaba los espacios de los dibujos y pinturas con una pericia que realzaba todas las figuras, todos los espectros, todos los seres infernales presentes en los bocetos. No tardó en darse cuenta, el rojo… La sangre convertida en tinta, de los perros asesinados. 

Roberto quiso gritar y no pudo. Miró al niño que ya no lloraba, sino que recogía sus pinturas y las ordenaba lentamente con una mezcla de ternura y horror. Roberto no pudo soportar ese golpe de monstruosa realidad. Se levantó y se puso a correr quebrada arriba, desesperado, tropezándose con las ramas, rompiéndose las manos y los pies, parándose, volviendo a correr, con miedo, sin mirar atrás.

Cuando estuvo arriba, ya no podía distinguir al niño, ni la cueva, ni sus pinturas, ni a los animales muertos. Y lloró. Por el niño primero, pero después por Jorge, por su matrimonio, por su sueño frustrado de ser escritor, por su infancia y juventud. También lloró por la pobreza y la enfermedad que se tragaba a quienes conocía. Lloró tanto y de distintas formas e intensidades que la noche lo pilló desprevenido con las luces de los cerros que parecían desplegarse como fuegos artificiales sobre el mar oscuro.

El viaje a Santiago, después de algunos días en Valparaíso, fue tranquilo. Prometió no volver más al puerto. Prometió no volver a llenarse de su oscuridad ni de su horror cotidiano. La capital, seca, se le asomó al llegar al terminal como un refugio, feo, lleno de cemento, pero refugio, al fin y al cabo.

Llegó al departamento con ganas de abrazar a su esposa. En su lugar, solo halló vacío en el espacio que ocupaba su ropa y solo ausencia en lo que habían sido sus cosas.  Una carta sobre la mesa le informó acerca de las intenciones de Alejandra de iniciar el divorcio y vivir con su madre. Si bien no pudo evitar la angustia, a Roberto no le sorprendió. Se lo esperaba de alguna forma.

Sacó de sus maletas sus libros y los ordenó en la pequeña biblioteca. Colgó algo en la pared de su habitación y se acostó cansado.

Desde el muro de su pieza, un cuadro con un intenso rojo sangre y pinceladas surrealistas mostraba a un hombre crucificado, a sus pies, otro gritaba desesperado que lo mirara sin obtener respuesta.

 

 

AUTOR

Eduardo Andrés Fernández


Periodista y escritor, ha participado en varios talleres literarios, entre los que se encuentran el taller de crónicas de Casa Contada y el de cuento, en Balmaceda Arte Joven. Durante 2022, fue publicado su cuento “La criatura que emergió del río” en la antología “Relatos de la calle” de la editorial Santiago-Ander.

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