Cicatriz

Pleased to meet you.
Hope you guess my name,
but what’s puzzling you
is the nature of my game.
— The Rolling Stones
Al regreso del trabajo, Roberto vio a un hombre apoyado en el árbol más frondoso de la plaza. Era una noche fría, una espesa bruma no dejaba ver con detalle de quién se trataba. Pensó que quizás era un vecino que había salido a fumar, pues en una de sus manos sujetaba un cigarrillo encendido; no obstante, aquella persona no se distinguía del todo bajo el sombrero negro. Sintió malestar. No soportaba a la gente que fumaba. Lo ignoró e ingresó a su casa, muy cansado, luego de una larga jornada laboral.
Al entrar, su señora, de semblante triste, le informó que su hijo, Emilio, había sufrido un accidente en el colegio y que no le había avisado antes para no preocuparlo. Con tono de resignación, le relata que un compañerito del jardín infantil lo había mordido en el rostro.
Roberto miró la marca en la cara e inmediatamente sintió que su cabeza se comprimía, abombada, como si de pronto un golpe le viniera de sorpresa. No pudo evitar culparse por no haber pasado a buscarlo ese día al jardín. Él es quien lo pasa a dejar y retirar a diario, pero ese día se extendió una reunión ejecutiva y no pudo ir por él. Desconsolado, volvió a mirar el rostro de su hijo, pero aunque hubiera ido a buscarlo, el desenlace de la historia sería el mismo.
Minutos más tarde, Roberto salió a tomar aire al antejardín de su casa, sin dejar de pensar en la cicatriz que podía quedar en la cara de Emilio. De pronto, vio una sombra moverse bajo el árbol de la plaza; era el mismo hombre que había visto al llegar, mas ahora lo saludó tomando el sombrero con su mano derecha e inclinando la cabeza, sin lograr ver de quién se trataba.
Al día siguiente, por la tarde, Roberto pasó por Emilio al jardín. Todavía sentía mucha cólera por el episodio y solicitó hablar con la educadora a cargo. Apenas la tuvo enfrente, comenzó a insultarla. Para él, era una incompetente, poco profesional, una «malnacida sin educación». No se controló, solo reaccionó. La tía se asustó ante el nivel de agresividad, pues siempre lo vio como un apoderado respetuoso y amable.
Roberto tomó la mano de su hijo y se fue apretando los dientes. Sentía mucha rabia. Emilio no dijo palabra alguna, también se sentía frustrado y confundido, pero su padre no se percató de aquello: se encontraba bloqueado mentalmente.
Atravesaron la plaza cercana a la casa, y Roberto, de reojo, vio una silueta apoyada en el árbol. Pensó en el tipo de la noche anterior y se estremeció, pero cuando volteó para asegurarse de quién se trataba, no vio nada. Su cabeza estaba demasiado abrumada para darle importancia.
Caída la noche, no pudo conciliar el sueño. Se sentó en el sofá, hojeó unas revistas, revisó el celular, se paró, caminó de un lado a otro por el living. No dejaba de pensar en la marca que había quedado en el rostro de su hijo. Pateó una silla, tenía ganas de golpear al niño que mordió a Emilio.
Se sentó nuevamente, le tiritaban las manos. En su mente se proyectaban imágenes confusas, como un vapor hipnótico, como salamandras de humo rozándole los pies. Se tomó la frente como queriendo apagar los recuerdos, pero de pronto sintió que su cuerpo dolía y quemaba. Trató de dormir y, al cabo de unas horas, lo consiguió. Al día siguiente, todo se transformó en un mal recuerdo.
En la mañana, como de costumbre, pasó a dejar a Emilio al jardín infantil y la directora lo esperaba para conversar. Ella le explicó que todo había sido cosa de niños, que no fue incompetencia de la tía. Le pidió por favor que respetara a las tías del jardín y que evitara ser violento, sobre todo con las personas que trabajan para cuidar a su pequeño.
Ante las palabras de la directora, Roberto cayó abatido, enrolló la manga derecha de su camisa y le mostró el brazo. Cuando niño había sufrido abusos por parte de su padre, quien en reiteradas ocasiones apagaba cigarrillos en su piel, dejándole horribles cicatrices. Los compañeros de la escuela lo molestaban constantemente, sobre todo en las duchas, después de las clases de gimnasia.
Con el tiempo, no fue capaz de enfrentar el bullying de sus compañeros e inventó tener una enfermedad pulmonar para eximirse de esa clase. Le provocaba impotencia y rabia que las personas no fueran empáticas con él. Aunque contara la historia de sus quemaduras, de igual forma lo miraban feo y lo rechazaban. Por eso no quería que Emilio tuviera marcas en el cuerpo: no quería que experimentara las burlas. Lloró al recordar.
Se fue al trabajo pensando en todo lo que había recordado y odió a la directora por eso, ella desenterró los malos recuerdos. Sentía que en cualquier momento podía explotar. Escuchaba voces retumbar dentro, risas burlonas y siniestras. El cuerpo dolía, quemaba.
Al volver a casa, vio otra vez la extraña forma apoyada en el árbol, pero en esta ocasión le dio desconfianza. Se acercó, estaba decidido a reventarlo a golpes si era necesario. Era una buena excusa para descargar su ira. A pasos del árbol se escuchó una voz cansada, gruesa. Provenía de aquella forma indescriptible.
—No debes sentirte mal por llevar esas cicatrices, al contrario… —prendió un cigarrillo—. Tus quemaduras representan que eres mejor, ellos solo critican sin saber… Tú eres un elegido… creo que debes hacer algo para que lo sepan, para que te respeten…
Quiso responder, enfrentar a aquella criatura que deambulaba sardónica en la oscuridad.
—Encantado de conocerte —dijo por última vez y desapareció en solo segundos, dejando una estela de humo del cigarrillo. Este vapor se tornó negro como el alquitrán y penetró por la nariz y uno de los oídos de Roberto. Sus ojos se tornaron completamente oscuros.
Se encaminó nuevamente al jardín infantil y esperó a la directora escondido en las sombras de una calle aledaña. La odiaba por despertar sus pesadillas. Se rebobinaban una y otra vez las risas de sus compañeros, el dolor de su herida en el cuerpo, las burlas y golpes de papá… la cicatriz de su hijo en el rostro.
Cuando la interceptó, la acorraló contra la pared. Con la punta de la navaja comenzó a dibujar figuras en su rostro, solo como amenaza, sin hacerle daño, para intimidarla. Ella, con la respiración entrecortada y el miedo pujante de la situación, trató de defenderse en vano.
Roberto tapó con fuerza su boca y levantó su vestido con la navaja y se la puso entre las piernas. La directora quiso gritar, pero Roberto la silenció con un puñetazo en el abdomen.
—¿Quieres saber cuál es mi juego? —le dijo, mientras daba pequeñas puntadas sobre la ropa con el cuchillo. Los ojos vidriosos y desesperados de la mujer suplicaban por una liberación, mas Roberto sentía que una salamandra reptaba por su interior, acompañada de risas y susurros que no lo dejaban en paz.
Las voces en la mente eran más fuertes. Metió el cuchillo dentro de la boca de la mujer y de un impulso rasgó la carne. Roberto disfrutó del silencio en su cabeza mientras veía cómo la sangre chorreaba en el piso, en tanto la mujer, arrodillada en el suelo, tiritaba intentando cubrir su boca, entre sollozos y lágrimas.
Roberto entró a su auto, encendió un cigarrillo y tarareó en voz alta «Sympathy for the devil», de los Rolling Stones.
AUTOR
Connie Tapia Monroy
Ha publicado los libros: Agonía profana (2004), Viviendo entre Sarracenos (2008-2018), Osario (2018) y Canciones Diabólicas (2021). Sus trabajos han sido publicados en variadas revistas y antologías en Chile, Argentina, Perú, México y España.
Siempre leer a Connie es quedsr intrigada con la.historia y querer seguir leyendo más, tremendo esto de los abusos y el bulling, tan cercano y conocido, tan presente en las vidas de muches. Excelente historia !!!