Una historia perdida

Parte I
El bombardeo de Santiago
Todos los hechos que vienen a continuación son reales y, aun así, este libro es una novela. La razón de esto se irá viendo más adelante, porque ahora mismo hay un ruido monstruoso de aviones de guerra volando muy bajo y que hace temblar los vidrios de la casa.
Parece que el techo se fuera a partir por la mitad, y también el jardín, y la calle angosta. El motor del Hawker Hunter volando a baja altura brama como un dragón herido. El niño mira todo por la ventana. Afuera de la casa, su padre conversa con algunos vecinos del pasaje mientras miran al cielo, como tratando de reconocer a estos pajarracos metálicos. Parece un evento único, y más lúdico que terrorífico.
El pequeño, que apenas cumplió los cuatro años y todos llaman Pablo, quiere salir a ver las acrobacias aéreas junto a los adultos. Camina hacia la puerta de calle, que da a un pequeño antejardín, que da al pasaje. Su madre, que está en la puerta de la cocina y lo alcanza a ver, le grita: No salgas a la calle, ¡te va a caer una bomba! Y aunque tiene pocos años y nunca ha vivido en una guerra, la frase le parece particularmente desafiante y va por el objetivo inverso: ahora el niño corre hasta la puerta con más ganas. Agarra la manilla, que está a la altura de sus ojos, y antes de comenzar a girarla el ruido de los aviones se hace más fuerte.
Entreabrió la puerta. Se asomó lento, asustado, ya casi, cuando en eso cae la bomba. ¡Boooooom! El suelo se mueve de un lado a otro. Él trata de mantenerse en pie como si fuera un juego de equilibrio, pero pierde y cae sentado. Todo retumba tan fuerte que apenas se escuchan los gritos de los vecinos.
Una de las ventanas no resiste el estruendo y estalla en tantos pedazos. El living se llena de dagas transparentes, de todos los tamaños. Pablo, rodeado de cristales afilados, gira la vista buscando a su madre, que sigue en la puerta de la cocina: está con la cara blanca, tiesa, asustada por lo que está viviendo el país, lo que ellos están viviendo.
También por descubrir la certeza de su predicción. El niño se levanta con la dificultad con que se levantan los niños a esa edad y corre a abrazar a su madre. Llora agarrado a sus piernas, cubiertas por una falda café; un avión acaba de lanzar un misil a dos cuadras de la casa, y a él le dijeron que no abriera la puerta de calle.
El ruido de esos aviones, la amenaza cumplida de la madre y su barrio bombardeado son el primer recuerdo que Pablo tiene. Ha intentado por años que sea otro, uno distinto, pero todas las imágenes que consigue son posteriores a ese día de los Hawker Hunter.
No tiene un registro tan certero, claro y dramático que sea previo al 11 de septiembre de 1973. El día que marcó la historia del país, en que fue derrocado el gobierno de la Unidad Popular, que murió Salvador Allende y que tomó el poder la Junta Militar encabezada por Augusto Pinochet; cuando inició una dictadura larga y oscura; ese mismo día comenzó a funcionar su memoria.
Hasta la muerte de su madre, cuarenta y tres años después del bombazo, él solía repetir la anécdota con esa gracia del comediante que cuenta su mejor historia una y otra vez. Llevaba más de quince años viviendo fuera de Chile, con vueltas muy esporádicas, y había descubierto que aquel relato lo devolvía de inmediato al lugar de origen y a su familia.
Podía estar muy bien en otro país, casi olvidar de dónde venía, sentirse a salvo de todo lo que le molestaba del lugar donde nació, pero apenas contaba este cuento real de su protagonismo, regresaba al punto de partida. Los años siguientes, para su familia, pasaron con los altibajos de una costumbre. De hecho, sus padres nunca se mudaron de barrio, ni de casa, ni de habitación.
Es probable que por esta inmovilidad Pablo haya intentado hacer de su vida todo lo contrario: nunca tener una residencia fija. No acumular objetos materiales y no alargar artificialmente sus relaciones de pareja, para andar más liviano.
Un plan simple, modesto pero efectivo: estar en la ruta, viajar y dormir en hoteles, como un fóbico, como un alérgico al hogar y la rutina. Cada vez que volvía a su país visitaba la casa de sus padres, pero no se quedaba a dormir.
Era como para comprobar que seguían ahí, sin moverse, siguiendo paso a paso su hábito eterno. Uno de los grandes cambios en la vida de sus padres fue cambiar la ventana que estalló por el bombazo, cuando cayeron los rockets. Ese vidrio que explotó al lado de Pablo fue reemplazado por uno nuevo, que no se acoplaba bien al molde.
Aquel error casi imperceptible a él le resultaba clave: no encajaba bien porque no era el original; porque el original había explotado con el bombazo. Había algo físico, concreto, una muestra palpable de que lo sucedido aquel día era cierto.
Tarde o temprano le tocaba recrear la historia: su madre asiente atenta mientras él imita el ruido de los bombarderos tan cerca, el niño que quiere salir a ver los aviones, la madre gritándole que no lo haga o le caerá una bomba… entonces él abre la puerta, pero no alcanza a abrirla por completo, ¡porque cae el misil! El suelo retumba, la ventana explota —se puede ver cómo el vidrio de reemplazo no encaja en el marco—, y Pablo, de cuatro años, pierde el equilibro y cae al suelo.
Una noche de insomnio, haciendo cálculos inútiles para quedarse dormido, sacó la cuenta de que aquella historia la había contado en al menos tres continentes, en más de siete países y en unas quince ciudades distintas. El episodio se había transformado en un buen gancho cuando quería impresionar a alguien. Si lo contaba en el hemisferio norte sentía que lo veían como a un niño de la guerra.
Si lo contaba en el hemisferio sur, muchas veces le respondían con otra anécdota, tanto o más violenta, y siempre con la vida en peligro. Con el tiempo había comenzado a cambiar los énfasis dependiendo de en qué lugar estaba, en una suerte de narración modular: según las reacciones de quien tuviera enfrente, iba adaptando la historia como se ajusta una prótesis.
Una tarde, Internet le recordó el momento exacto en que contó la historia por primera vez en público: una foto del 18 de mayo de 2010, en el Instituto Cervantes de Lisboa. En ese tiempo él ya era un cronista latinoamericano relativamente conocido, menos de lo que él esperaba, pero más de lo que lograron sus compañeros de la sala de redacción que dejó al irse del país.
Nunca se hacía llamar a sí mismo cronista latinoamericano, pero así se referían a él en algunas entrevistas, y así lo presentaron en ese viaje a España y Portugal, donde formaba parte de una comitiva compuesta por una novelista chilena, una cuentista chilena, un poeta chileno, un dramaturgo chileno y un cronista latinoamericano.
Antes de llegar a Lisboa la comitiva había estado participando en coloquios en la Complutense de Madrid y en un conversatorio en Casa de América. Él, además, había tenido una actividad individual: aprovechando que estaba en Madrid, fue invitado a presentar la edición española de su libro de crónicas de hoteles en la Librería Iberoamericana.
La gira contemplaba que después de la estancia en Portugal el grupo volvería unos días a España para cerrar el recorrido en la Cátedra Chile de la Universidad de Salamanca.
En Lisboa se quedaron en la residencia del embajador, donde también se estaba hospedando Ángel Parra, el hijo de Violeta, que andaba visitando al cineasta chileno Raúl Ruiz, internado y recién operado. Le habían trasplantado un hígado en la misma ciudad donde la delegación se emborrachaba todos los días.
El día de la presentación en el Cervantes pasaron la mañana dando algunas entrevistas a radios y periódicos lisboetas. Almorzaron algo liviano, les dieron la tarde libre y a las 7 p.m. llegaron al edificio de la presentación. Subieron al escenario, se sentaron en la mesa y probaron los micrófonos, y tomaron agua y saludaron.
El auditorio estaba mucho más vacío que lleno. La idea era hablar del trabajo que cada uno estaba haciendo, de proyectos futuros, de la literatura chilena y, al final, responder las preguntas del público.
En esta última fracción, el primero que pidió la palabra fue un tipo con acento argentino, pelo totalmente blanco y corbata celeste (posiblemente funcionario de la embajada argentina invitado por el embajador chileno en Portugal). El tipo saludó a la delegación, elogió la iniciativa y dijo que quería lanzar una pregunta general, a todos, al que quisiera responder, acerca de cómo había afectado la dictadura de Pinochet a esta generación de autores.
Si es que la afectó en algo, agregó, cerrando con una sonrisa chueca a la que le faltó el cigarrillo. La primera que respondió fue la novelista chilena, agradeciendo la pregunta y enfocando su respuesta en que se han escrito muchas novelas, y que se continuarán escribiendo, porque el tema era inagotable, aunque lo dijo con cara de que era inabordable.
Luego fue el turno del dramaturgo chileno, más locuaz. Habló de militares asquerosos, recordó torturas con ratones dentro de vaginas y leyó un breve extracto de una obra que estaba escribiendo, el monólogo de un torturador que era interrumpido por insultos de una voz en off. Luego el poeta chileno leyó un poema sobre la dictadura; dijo que lo había escrito en el avión de Madrid y Lisboa, aunque lo había estado corrigiendo mientras hablaba la novelista chilena.
Cuando llegó el turno del cronista latinoamericano, Pablo saludó a los asistentes, tomó un sorbo del vaso de agua y dijo que a él la dictadura lo había afectado directamente.
Después de decir la palabra directamente, bebió otro sorbo. Y cuando sintió que todos lo estaban escuchando, incluyendo sus compañeros de mesa, relató con vasta descripción y muy detenidamente su historia del bombardeo a la ciudad de Santiago: la madre, la puerta, la bomba, los vidrios rotos, el avión, su memoria. Terminada la presentación, volvieron a la embajada caminando.
En un momento se le acercó la novelista chilena para comentarle que se había emocionado mucho con su relato, porque ella, de niña, también vivía por ahí. De hecho, ahora que lo había escuchado, parecía habérsele activado la remembranza de que a ella le sucedió algo muy similar. Si no lo mismo. Y le siguió preguntando detalles de su experiencia, punto por punto, como si él fuera un manual para recordar, y quizás un instructivo para escribir sobre niños y bombarderos.
Santiago de Chile es una de las ciudades más desiguales de Latinoamérica, que, a su vez, es la región con mayor desigualdad del mundo. Esa segregación, por supuesto, no es casual. Se profundizó a partir del día del bombardeo a Santiago o, más bien, esa descarga de explosivos tuvo la misión ideológica de dividir el mapa en guetos.
La ciudad está tan segregada, que para describir a alguien siempre va a depender de en qué zona del mapa está parada esa persona. Pablo, por ejemplo, era bajo de estatura en una parte de la ciudad, y en otras zonas era alto. Para algunos sectores era esforzado, y en otros muy afortunado.
Cuando le tocaba explicar Santiago fuera de Chile, decía que era una ciudad dividida en guetos y usaba el ejemplo de Sudáfrica en la época del apartheid para graficarlo. El metro funcionaba como decolorante y colorante, dependiendo de la dirección del viaje. Yo me subo en la Escuela Militar bien moreno y me bajo en la Estación Central mucho más blanco.
Por supuesto, cuando lo explicaba, era como algo negativo. En general, los inmigrantes se dividen entre los que hablan mal de la ciudad que dejaron y los que hablan pestes. Pablo era del segundo grupo. No estaba cómodo en su país, en su ciudad, y sin embargo volvía con frecuencia (por motivos de trabajo, casi siempre).
Apenas pasaba unos días en Santiago, ya le venía una desesperación por irse, por volver a exiliarse, por regresar a esa vida de inmigrante que nunca es un privilegio. Pero lo más increíble es que eso mismo también comenzó a pasarle con otras ciudades y otros países.
Tantos años afuera no los había gastado en un solo territorio, sino dando tumbos de un país a otro. Dejando mochilas por diferentes continentes. Había transformado su vida en un tránsito perpetuo, en una condena de movimiento que él asumía sin orgullo, sin angustia, sin pensarlo.
Sabía que no podía detenerse, que eso era el fin. Lo que le pasaba no era nada nuevo, y algunos lo llaman el síndrome de Ulises. Para otros se llama pánico a la adultez y te puede atacar aun cuando tengas más de cuarenta.
En uno de esos viajes repentinos a Chile lo contactaron de una productora de TV. Sabían que estaría unos días en el país y lo invitaron a participar en un programa para la señal de cable. Era uno de esos espacios literarios que existen porque una productora independiente se ganó un fondo de fomento a la lectura.
En cada capítulo de Trazo mi ciudad se llevaba a un autor o autora a distintos puntos de Santiago que hubieran marcado su obra. La mayoría de los otros invitados eran escritores de ficción o poetas. Muchos cuentistas.
A Pablo lo invitaron aunque sus libros no se vendieran en Chile; en la reunión de preparación del programa descubrieron que faltaba un autor de crónica, saltó el nombre de él, alguien supo cómo contactarlo y coordinaron su próximo viaje al país.
Siempre vuelvo al horroroso Chile, decía adaptando a Enrique Lihn. Eligió partir la entrevista en el sitio donde cayó la bomba. La cámara graba mientras él le explica a Luis Miguel Méndez, el conductor del programa, de qué lado venían los aviones ese día y cómo era el sonido del Hawker Hunter.
Le cuenta sobre la advertencia de su madre y cómo la abrazó después del bombazo entre los vidrios salpicados: —He llegado a pensar que todo eso, el golpe de Estado, los aviones bombardeando Santiago, lo hicieron para echarme a andar la memoria. Era la primera ocasión en que contaba la historia frente a las cámaras, y terminó con esa broma.
Después supo que el programa se repetiría muchas veces y lo podrían ver miles y miles de personas.
Y se arrepintió de todo lo que había dicho.
Y de haber dado la entrevista.
Y de haber vuelto otra vez a Chile.
Además de contar la anécdota en reuniones familiares o en primeras citas, y aparte de las versiones públicas, otro espacio donde repitió muchas veces la historia del bombardeo fue en terapia.
Reclinado en distintos divanes, a distintas horas y en distintas frecuencias anímicas. Los años que vivió en Buenos Aires, donde publicó sus primeros libros de no ficción, pasó por tres psicoanalistas diferentes. Cuando sentía que con una no avanzaba, la dejaba por otra. ¡Hay muchas!, solía comentar en esa época.
Solo una vez alcanzó a estar con dos al mismo tiempo, y lo pasó pésimo: a las dos les decía que solo se estaba analizando con ella, y le aterraba la idea de que se conocieran y se juntaran a hablar de él y sus neurosis.
Pero, por otro lado, no quería desaprovechar la oportunidad: el precio del dólar lo favorecía, las sesiones le hacían muy bien y un día se descubrió envuelto en un círculo virtuoso y vicioso de salud mental.
Las tres analistas eran mujeres, todas atendían en la misma zona del barrio de Palermo, y a todas había llegado para hablar de diferentes problemas. A la primera por una crisis de pareja, provocada en parte porque viajaba mucho. A la segunda, porque no podía terminar de escribir un libro, posiblemente porque viajaba mucho. A la tercera, porque viajaba mucho, pero ahora había terminado viviendo en un hotel y su vida no avanzaba.
Antes de ir a la primera sesión, un amigo porteño que le escuchó la historia del bombardeo le dijo: A vos te agarra un psicoanalista y te destroza. Eso ocurrió, y por partida triple
Siempre, de alguna manera torpe o por una estrategia muy sofisticada, cada analista volvía al tema de la memoria y la madre. De las tres psicoanalistas, solo con la última duró más de un mes. Casi un año, al final.
La llamaban «la Polaca», tenía ojos verdes y pelo teñido muy negro; abría su departamento-consulta con un gato gris en los brazos y lo hacía recostarse en el diván de terciopelo morado.
Más de una vez le dijo: ¿Te parece si hoy volvemos a trabajar el tema del bombardeo y la advertencia de tu mamá?
A él le llamaba la atención que a hablar y hablar y hablar de un tema se le llamara trabajar, aunque de alguna manera su trabajo periodístico era lo mismo, hablar y hablar y hablar de un tema: entrevistar gente acerca de su visión del asunto, conversar con fuentes que le pudieran dar más detalles; dialogar con toda esta información y consigo mismo para armar una pieza narrativa de no ficción, una crónica, un reportaje, un artículo… trabajar.
Llevaba muchos meses sin faltar a ninguna cita, lo que era un gran logro en su rol de paciente, y lo vivía con merecido orgullo. El día anterior a cada sesión todo le pesaba el doble y se dormía ajustando mentalmente los temas que quería trabajar: los bultos que más le pesaban.
Y después del encuentro con la analista todo le parecía más liviano, tenue. A veces sentía que bastaría un pequeño impulso con sus pies para comenzar a elevarse y flotar. Planear con los brazos extendidos por entre los edificios de Palermo, cruzar la plaza Güemes junto a una bandada de palomas, volar rozando las copas de los árboles de Villa Freud con una sonrisa de felicidad pura.
Hasta que un día eso cambió. Pablo llamó a la Polaca para decirle que tenía un viaje largo y que a la vuelta la llamaba para coordinar cómo retomar. La psicoanalista reclamó con prudencia, le dijo que por qué no le había avisado, que se reunieran antes del viaje para preparar la travesía en la misma sesión. La Polaca tenía razón, pero él la rehuyó.
Nunca avisaba con mucha antelación que se iba. Lo anunciaba si el viaje estaba encima, como una avalancha de la que ya no se puede escapar. Avisar del viaje cuando ya era inevitable, cuando casi salía para el aeropuerto, lo fue aprendiendo a lo largo de distintas relaciones que se terminaron por su constante traslado.
La analista lo sabía, por eso le dijo: ¿Entendés el retroceso que te significa viajar así? ¡No podés volver a viajar! Se lo dijo con un tono más duro, y cuando él insistió en que tenía que hacerlo, que era su trabajo y que no sabía cuándo volvería, ella le sugirió mantener el contacto, continuar sus sesiones de forma virtual: Me gustaría que fueras anotando las ideas en una bitácora. Estamos en un punto de inflexión, si cortás todo ahora eso te puede traer una regresión del carajo, un rebote. Por favor, no te pierdas así.
A Pablo la advertencia le resultó molesta, invasiva. La Polaca estaba furiosa, como si le hubieran metido la mano al bolsillo. Después de todo, ella iba a dejar de recibir un ingreso semanal.
Pablo sentía que ya estaba bien. Igual, le dijo que sí. Que le escribiría desde el viaje, o se veía a la vuelta. Ella le dijo: Mejor desde el viaje. El le dijo: Sí, desde el viaje, o si no, a la vuelta. Nunca se volvieron a hablar.
Cinco meses después se cruzaron de casualidad en el Alto Palermo. Era un día de semana, se levantaron las cejas.
* * *
Así como él recuerda la primera vez que contó la historia en público, en Lisboa, también recuerda la última vez que contó su versión antigua. Es decir, cuando no sabía lo que ahora sabe, por cierto, la razón de existencia de esta novela.
Esa última vez fue en California, Estados Unidos, hace menos de un año y frente a una veintena de periodistas y escritores de todo el mundo.
Había ganado una beca para autores de creative non fiction, que consistía en pasar tres meses trabajando un proyecto literario. Le pagaban los gastos del viaje, le pasaban un dormitorio en la residencia de escritores, una biblioteca gigante, un escritorio con vista lejana a San Francisco y todas las comidas.
Cada semana, los lunes a las 7 p.m. le tocaba a un becario contar su vida. Tenían una hora y media y podían proyectar imágenes; al final había una comida de camaradería donde se conversaba de manera más informal de la presentación, asimismo del país o la ciudad del ponente.
Esos lunes la comida era especial, se pedía en distintos restaurantes de Palo Alto o de Redwood City. La preferida de él era la del Burma Ruby, un lugar de gastronomía birmana. Nunca antes ni después de esos tres meses volvió a toparse con un restaurante birmano, pero ese tiempo bastó para que se transformara en su comida favorita.
El día que le tocó exponer su vida no había comida birmana del Burma Ruby, sino que cinco pizzas grandes del Pizza My Heart de la University Avenue en Palo Alto. Inició la presentación asegurando que uno vuelve a nacer varias veces durante su vida.
Yo he nacido muchas veces, dijo con una sonrisa más tímida que segura. Y de inmediato explicó que, sin embargo, él cree que el renacimiento más importante es el que ocurre cuando uno tiene su primer recuerdo.
Cuando la cinta grabadora comienza a trabajar. Y que por razones que explicaría más adelante, su primer recuerdo es claro y concreto, y es del día en que, por primera y única vez, los aviones de la Fuerza Aérea de Chile bombardearon una ciudad. Ahí puso una foto de la cuadrilla de bombarderos.
Y, curiosamente, siguió, la única vez que han bombardeado una ciudad fue Santiago, la capital de su propio país. Entonces proyectó una foto del Palacio de La Moneda en llamas, minutos después del bombardeo. Ese mismo día, además del Palacio de Gobierno, los aviones soltaron bombas en varios puntos de la ciudad. Y una de esas bombas, dijo hablando lento en su tosco inglés, cayó exactamente a dos cuadras de mi casa.
Ahí contó lo que ya sabemos. Había decidido partir con esa anécdota por tres razones. Primero, porque era un gancho narrativo fuerte: arrancar con una escena de bombas, aviones, explosión, destrucción, y que termina con un niño llorando abrazado a las piernas de su madre; era todo lo que puede desear un narrador de no ficción para atrapar a sus lectores, el inicio como un anzuelo que te atraviesa el paladar y te agarra para no soltarte.
Lo segundo era dejar en claro que toda su niñez, adolescencia y juventud las pasó bajo una dictadura militar, dura, cerrada, sucia, y esto le parecía importante porque luego iba a explicar cómo el periodismo de oposición a la dictadura, las revistas contrarias a los militares, le habían despertado un interés especial por las historias reales.
Y finalmente, porque en esa anécdota estaba su madre, y por esos días ella estaba muy mal de salud, moribunda, y contar ese relato siempre era una forma de recordarla, de hacerle un homenaje, de quererla sin decírselo.
La presentación terminó con un aplauso largo, como terminaban todas. En la hora de las pizzas se le acercó un compañero de Sudán, Arif, muy interesado en el tema de los bombardeos. Le contó que en 2010 un primo de él quedó mutilado en Sudán del Sur por las descargas de bombas de los aviones del gobierno central de Sudán del Norte. Pero la diferencia era que su primo era militar, estaba en una base de combate.
Arif, que había escrito sobre conflictos armados en Sudán y Kenia, le dijo que nunca había escuchado que una Fuerza Aérea bombardeara zonas civiles de su propia ciudad sin una fuerza antiaérea de la otra parte.
Dio a entender que era como un fusilamiento desde el aire, con una mueca de pánico
Al rato se sumó Alina, una escritora alemana especialista en periodismo de viajes. Había publicado un libro sobre cruzar África en bicicleta y otro sobre un año viviendo en Honduras, donde aprendió a quedarse dormida contando disparos de pandillas.
Alina le contó que su padre también tenía cuatro años para la Segunda Guerra Mundial, que cuando atacaron Berlín cayó una bomba arriba de la casa vecina, y que rompió todos los vidrios de la suya y mató al hermano, a su tío. Lo dijo con humor, aunque hablaba del espanto.
Brian, un periodista literario de Brooklyn que nació en Honolulu porque su padre irlandés se fue a hacer clases a la Universidad de Hawái, le contó que allá se han estudiado mucho las consecuencias que dejan en la población los bombardeos, especialmente en los niños, que las secuelas pueden aparecer incluso muchos años después. Y le recomendó un documental, que Pablo nunca pudo encontrar, donde adultos de distintos países de Medio Oriente cuentan cómo recuerdan los bombardeos a sus barrios cuando eran niños.
También le preguntaron por otras partes de su presentación, por sus libros publicados, por las experiencias con las traducciones, la relación con los agentes, el proyecto en que estaba trabajando ahora, por viajar como un adicto, por vivir en hoteles.
Preguntas parecidas a las que él mismo hacía cuando otro becario presentaba su vida, ¿qué autores importantes nuevos hay en tu país? ¿Por qué decidiste abordar tal ángulo? Sin dejar de lado: ¿cuánto te dieron de adelanto por el último libro? o ¿cuántos libros llevas vendidos en total? Muchas veces había pensado escribir cómo fue su primer recuerdo.
En un principio, solo para ver cómo se veía en el papel. Pero en realidad era una ambición terminante: la palabra escrita como imagen definitiva.
Ya había relatado la historia a un grupo internacional de periodistas literarios, y, motivado por todos los comentarios del grupo, volvió a decirse que ahora sí era el momento de hacerlo, que se enfocaría en ello, que no iba a seguir esperando.
Pero todas esas buenas intenciones terminaron por ser, otra vez, un truco fallido. Seguía sin escribirla. Y podía vivir tranquilo sin hacerlo.
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